lunes, 15 de julio de 2013

Sé que no, pero lo parece


-Pues eso es que ya estoy curado -le digo entusiasmado a mi médico suplente
-No exactamente…

¡Tocado! Enfrío el entusiasmo y rescato de la memoria una conversación telefónica con mi médico titular, de hace unos tres años.

Hace unos tres años…

Unas semanas antes de la llamada de teléfono visité al médico para un asunto menor. Era la primera vez que nos veíamos, me lo habían reasignado (o a él le habían asignado al paciente, que no sé yo cómo funciona esto)  y era nuestro primer encuentro. Vamos a ver cómo estás, me dice meticuloso, y me ordena una analítica. Previamente me somete a un interrogatorio grado tres, recreándose en la suerte del tabaco: cuándo fue la primera vez, cuántos al día, si son muy seguidos, si me despierto con ganas. En fin, lo típico. Aunque he tenido épocas de mucho fumar –le confieso-, ahora no paso de cuatro paquetes a la semana. No es mucho, sentencio como si yo entendiera de esto. Un cigarro es un exceso, me reprende serio, y con razón.

Después de analizar mi sangre y mi primera meada del día, mi médico titular me coloca un aparato que lee la tensión de manera automática durante veinticuatro horas. Pasadas las horas veinticuatro me retira con mimo el aparato –estas cosas son caras y hay que cuidarlas, me comenta, que son de la seguridad Social y han de servir para mucha gente- Mi tensión de las últimas 24 horas quedó registrada en el aparatito de la Seguridad Social. Deja que lo analice y te llamo en un rato. Vale, y me fui.

Aquel día tenia comida familiar en casa de mis padres; arroz con conejo y caracoles, cosa seria. Iba a meter la cuchara en la paella cuando… ring-ring, llamada de mi médico titular al móvil. Me aparto de la mesa, ¡dígame! Hay cosas buenas y cosas malas, empieza a hablarme el médico. Dime solo las malas, les pedí. Las noticias buenas de los médicos, habiendo otras malas de por medio, no son más que un falso consuelo para compensar el desastre que te anuncian. Esto no se lo dije pero lo pensé.  Mi médico es cuidadoso, meticuloso…y directo:

-Diez años –me explica-, en ese tiempo tendrás un infarto de miocardio o un infarto cerebral.

Solté un ¡coño! y callé. El médico tampoco decía mucho, de manera que decidí salir en su auxilio: A ver, a ver… primero dime cómo lo evitamos y luego me cuentas, si no es un secreto, cómo lo sabes con esa precisión. Pásate por la consulta, ordena el médico. Vuelvo a la mesa, me miran, los miro. Diez años, les digo, os vais a hartar de mí.

Ya en la consulta y para resumir: Son estadísticas. Eso Acojona. Porque un médico, como todo hombre y mujer humano y humana, se puede equivocar, pero un ordenador con esos programas tan carísimos, ellos no. El remedio a mis males, por cierto, estaba en  el anuncio de Coca-Cola: comida sana, algo de ejercicio, no fumar y chispar un poco la vida. Fácil…de decir. Y pastillas para regular el colesterol. ¿Cuánto tiempo he de tomar las pastillas?, pregunto.  Mi médico, didáctico, me explica qué es el colesterol, y que habiéndolo  bueno y malo a mi me ha tocado una remesa del malo, también me alecciona cómo combatirlo, y sobretodo me revela que es para siempre, sin fecha de caducidad,  para la eternidad; perder toda esperanza si entráis en el grasiento mundo del colesterol, que diría Dante.

Salgo de la consulta y me encuentro con mi padre, el hombre se interesa por mi visita al médico. Pues nada, papá –le explico-, que me he convertido en un pasiempre. ¿De muchas pastillas, nene? Una para el colesterol. ¿Sólo una?, bah, aficionado; ya verás cuando llegues a un pasiempre nivel doce, y se marchó alegremente apoyado en su bastón

En la actualidad…



Recordando esta escena, le digo a mi medico suplente: doctora, mírelo usted y mírelo bien, que ya me dijo el doctor que soy un pasiempre.  La médico señala al ordenador: según esto, ahora que has dejado de fumar, que has sustituido las patatas fritas por la ensalada y que finges hacer deporte, tu expectativa de vida supera los diez años, es por eso que el sistema (ojo: ¡el sistema!) no me permite recetarte pastillas para el colesterol.

-Pues eso es que ya estoy curado
-No exactamente. Digamos que es un efecto colateral de la crisis y sus recortes.
-Entonces qué hago, ¿me engancho a fumar y me pongo morado de callos?
-De momento vente el martes, en ayunas. Será a primera sangre. Y a ver qué nos dice el sistema.

Tengo mi propia teoría: Si mi expectativa de vida supera los diez años y cojo alguna prorroga, hasta es  posible que me plante en edad de pensionar. Entiendo que eso es una carga para el Estado, para… ¡ojo!...¡el sistema!, de manera que mira oye, que les den a los cincuentones estos que se han pasado media vida fumando, bebiendo y disfrutando de excesos y ahora quieren sobrevivir a la crisis…¡anda ya!

A ver, que no es esa la razón, que sé que no, pero… ¿a que lo parece?



lunes, 8 de julio de 2013

En el paseo, al primer cántico

Han pasado diez años desde los juegos olímpicos de Madrid 2020, verano en el que él comenzó a cumplir una promesa quebrantada durante veinte años. Esos días de julio, el siete y el ocho y el nueve y hasta el catorce, acude, puntual a las ocho menos cinco de la mañana, al paseo marítimo de aquella ciudad del sur. El sur, siempre el sur. Nunca lo ha querido reconocer pero su vida ha quedado marcada por el sur. Se resistió a admitirlo durante años, hasta que en el verano de Madrid´2020 se rindió y acudió a la cita que durante veinte años había evitado.  En el paseo, a la hora del encierro. Así quedaron. Pero él, cobarde, y se maldecía por eso, nunca acudió. Nunca, hasta Madrid 2020. Con veinte años de retraso.

   

Como cada día de encierro, como cada año desde hace diez, viaja al sur en julio. Siempre al mismo hotel. Aquel hotel. Pequeño, confortable, cómplice. Cuando volvió al hotel el verano de las olimpiadas, después de tantos años, preguntó por Fermín, el conserje de noche, el encubridor de noches de velas y sábanas,  el caballero atento que les reservaba la mejor habitación y la disponía con una botella de champán, el sabio que adivinaba cuándo necesitaban un whisky  y veinte minutos de conversación a las cinco de la mañana. Un genio que se había jubilado hacia tres años. Siempre tarde, se lamentó.

Diez años, setenta y nueve encierros sin fallar ninguno. Puntual, a las ocho menos cinco, para oír los cánticos y los cohetes que abren las puertas de los corrales. Hoy es el último encierro del décimo año. Quién sabe, se dice, igual es hoy. Y si no, no importa, volverá el año que viene. Él sabe que ella está bien, por el Facebook. Son amigos en Facebook, ella no lo sabe, él se ha disfrazado de hombre bueno y ella lo ha acogido. Para ver sus fotos, su vida. Pero él quiere verla aquí, en el paseo, y preguntarle si ella acudió alguna vez a la cita. Y pedirle perdón.  Hoy es el último día del año diez, son las ocho menos cinco de la mañana del 14 de Julio de 2030. Suena el primer cántico. 

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